
Tiempo para lo que queramos. El trabajo, la familia y la demanda de reducción de jornada.
Capítulo cuatro del libro «El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo».
Por Kathi Weeks
La mujer se ve perjudicada por su sexo y perjudica a la sociedad cuando copia como una esclava el patrón de avance del hombre en el mundo profesional o cuando se niega totalmente a competir con el hombre. Pero si tiene la visión de construir un nuevo plan de vida propio, puede cumplir con los compromisos de su profesión y de la política, así como con el matrimonio y la maternidad con la misma seriedad. Betty Friedan, La mística de la feminidad, 1963. Soy como cualquier mujer moderna y trato de tenerlo todo: un marido cariñoso, una familia. Simplemente me gustaría tener más tiempo para salir a buscar las fuerzas oscuras para unirme a su cruzada infernal, eso es todo. Morticia Addams, Addams family values [La familia Addams 2], 1993.
Muchas de las deficiencias del feminismo liberal del inicio de la segunda ola son ya bien conocidas. Por ejemplo, tomemos la receta de Betty Friedan en 1963 de las carreras para las mujeres (que ella distinguió de los meros «empleos») como alternativa al mandato cultural de la domesticidad. Como desde entonces han señalado sus críticas feministas, la experiencia de la mayoría de las mujeres en el trabajo asalariado no era entonces ni es ahora lo que Friedan tenía en mente cuando se mostraba tan elocuente respecto a las numerosas recompensas de un compromiso profesional serio, disciplinado y para toda la vida. La mayoría de mujeres en Estados Unidos se preocupan menos de poder romper el techo de cristal que de no caerse en un suelo estructuralmente inestable. Centrada como estaba en una población muy específica de mujeres estadounidenses blancas y de clase media, Friedan ignoró en buena medida las realidades de un mercado laboral dual constituido en parte por las divisiones del trabajo por género y raza, cuyos polos han seguido moviéndose por separado desde 1963. A las esperanzas bastante austeras de las mujeres en el mercado laboral, añadamos los desafíos de la monomarentalidad o la obstinada persistencia de la división generizada del trabajo en la familia heterosexual, y el resultado es una economía del tiempo cada vez más estricta con las mujeres, con cada vez más horas de trabajo y menos tiempo libre que los hombres (ver Sirianni y Negrey, 2000: 62-63). Sin embargo, un aspecto de esta herencia que no se ha confrontado adecuadamente es la valorización del trabajo. La celebración de Friedan del trabajo asalariado como medio de estatus social y desarrollo personal, y como refugio frente a las asunciones culturales de la domesticidad femenina, continúa influyendo en los marcos analíticos feministas y en las agendas políticas. En general, las feministas que hoy en día abordan las cuestiones del trabajo se centran en la lucha por más y mejor trabajo y tienden a desatender la posibilidad de luchar también por trabajar menos. Como vimos en el capítulo anterior, la tradición de la campaña por un salario para el trabajo doméstico —con sus demandas de más dinero y menos trabajo— nos ofrece una alternativa importante a esta tendencia protrabajo. La demanda de dinero en forma de renta básica fue el foco del último capítulo; aquí quisiera abordar más directamente la demanda de reducción de jornada como parte de la política contra el trabajo y de los imaginarios más allá del trabajo. Con este fin, también será importante un segundo aspecto de la herencia del salario para el trabajo doméstico: el reconocimiento de los vínculos entre el trabajo y la familia y la insistencia de que la lucha contra uno debe incluir una lucha contra el otro. Nuevamente, la inclusión del trabajo doméstico no asalariado plantea un desafío considerable, en este caso, a la política del tiempo de trabajo. Como veremos, un análisis de la relación entre el trabajo asalariado y la familia nos será crucial para pensar qué se considera tanto trabajo como su reducción. Ese análisis también contribuirá a mostrar las deficiencias de la defensa más conocida de la reducción de jornada, que Friedan misma abrazó posteriormente, como un modo de ampliar el tiempo familiar y así contrarrestar lo que ella llamó «la verdadera amenaza económica a los valores familiares» (1997: 13). Siguiendo el modelo de un salario para el trabajo doméstico en otro aspecto más, la demanda de reducción de jornada se concibe aquí no solo como un llamamiento a la reforma sino también como perspectiva y como provocación. Por un lado, es una demanda de reducción de horas de trabajo para mejorar la calidad de vida; aquí tomaré la fórmula de una jornada de seis horas sin disminución de salario. Quiero enfatizar que no me centraré en los intentos de reorganizar los horarios laborales (por ejemplo, a través de las opciones de horario flexible) sino más bien en los intentos de reducir el número de horas que la gente trabaja —una reducción que, además, no implicaría un recorte de salarios (a diferencia de la mayoría de las formas de trabajo a tiempo parcial)—. Por otro lado, como hemos visto, una demanda es más que una simple propuesta de política pública: incluye también las perspectivas y provocaciones que influyen y emergen de los discursos y las prácticas mediante las cuales se promueve. Además de presentarse como una reforma útil, la demanda de reducción de jornada también se basa en, y es potencialmente generadora de, una perspectiva crítica y visiones alternativas a la organización actual del trabajo y a los discursos dominantes que lo rodean. Así, además de identificar un objetivo concreto específico, el movimiento por la reducción de jornada también puede servir para provocar un cuestionamiento de la estructura básica del trabajo y las necesidades, deseos y expectativas que se le atribuyen. La lucha por el tiempo ha sido central en la historia del desarrollo capitalista. Marx cuenta parte de esta historia en su capítulo sobre la jornada laboral en El capital. Según su versión, la lucha obrera en torno a la duración de la jornada laboral fue un punto de inflexión en el proceso de industrialización; de hecho, fueron los éxitos de la lucha proletaria por la reducción de jornada los que provocaron que el capital mecanizara la producción y girara así su orientación del plusvalor absoluto al plusvalor relativo (Marx, 1976: 340-416; véase también Cleaver, 2000: 89). El aumento en la productividad ayudó a establecer el escenario para lo que Marx se imaginó como un nuevo tipo de libertad; para él, constituía un prerrequisito básico al cual seguiría la continua reducción de la jornada laboral (2009: 1044). En Estados Unidos, la lucha por la reducción de la jornada diaria y semanal fue el punto central del movimiento obrero hasta el final de la Gran Depresión. La insistencia en la reducción de jornada se veía como una importante fuente de solidaridad, una demanda que podría mantener unida una coalición de diferentes tipos de trabajadores. Tal y como señaló Samuel Gompers durante la lucha por la jornada de ocho horas: «Por mucho que difieran sobre otros asuntos... todos los hombres de trabajo... se pueden unir en torno a esto» (cit. Rodgers, 1978: 156). Las trabajadoras mujeres tendían a estar particularmente interesadas en tales demandas (Roediger y Foner, 1989: 164). El apoyo a la reducción de jornada alcanzó su punto álgido a principios de los años treinta, cuando sus diversos exponentes aplaudieron la idea como una manera —depende de cada exponente— de aumentar la productividad, reducir el desempleo, aumentar los salarios, fortalecer la familia, generar tiempo para los deberes domésticos o aumentar el tiempo libre. En 1933, incluso el Senado aprobó el proyecto de ley del senador Hugo Black que limitaba la semana laboral a treinta horas durante la Depresión, algo que poco después fue abandonado en favor de la preferencia de la administración Roosevelt de crear empleo en vez de reducir trabajo. Como señala Benjamin Kline Hunnicutt (1996: 34), en el mismo periodo en que creció el apoyo del gobierno al «derecho a trabajar» en un empleo a tiempo completo, el movimiento por la reducción de jornada perdió impulso. La creación de empleo, antes ridiculizada por los activistas sindicales como un «hacer trabajar», emergió como una pieza central de la ideología económica estadounidense. La demanda de reducción de jornada se dejó de lado y cada vez quedó más asociada a las trabajadoras, dejando a las obreras feministas de posguerra, como dice Dorothy Sue Cobble, «con una política de tiempos principalmente diseñada pensando en los hombres» (2004: 140-141). Aunque los intentos de conseguir un año laboral y una vida laboral más corta continuaron en el periodo de posguerra (por ejemplo, a través de los días de vacaciones y de las prestaciones de jubilación), en Estados Unidos —a diferencia de Europa— no ha habido un progreso sustancial hacia una reducción de la jornada diaria y semanal desde 1939 (ibídem: 139-40; Roediger y Foner, 1989: 257-259). Sin embargo, en la actualidad, la reducción de jornada se está volviendo a abrir camino en la agenda amplia del pensamiento y la política estadounidense. Este resurgimiento revive y reinventa varios elementos del legado histórico de la idea. Sin embargo, algunos de los enfoques actuales tienen más potencial para las feministas que otros. Uno de los problemas, como veremos, es que algunas de las estrategias mediante las cuales esta demanda se puede promover como política pública podrían limitarla como perspectiva y como provocación. Como ejemplo, podría decirse que una de las estrategias más eficaces empleadas en movimientos anteriores fue exigir límites en la jornada laboral de las mujeres sobre la base de que las jornadas largas amenazaban su salud. Una vez se lograba, entonces el precedente podía usarse para asegurar la reducción de las jornadas de los hombres. Nos podemos imaginar cómo el despliegue del tropo de la fragilidad femenina, la narrativa del rescate y el ideal de la protección masculina pudieron haber aumentado la legibilidad y el atractivo de la demanda. Así pues, aunque esto mejoró las perspectivas del éxito de la reforma, en la medida en que esta afirmación de la diferencia de género se basaba y reproducía los estereotipos de género tradicionales, mostró límites claros a la hora de generar una perspectiva crítica más amplia y un marco de diálogo público sobre la calidad y la cantidad de trabajo en las vidas de mujeres y hombres. Lo que puede hacer más atractiva a una demanda, no necesariamente la mejora como perspectiva del presente o como provocación hacia un futuro diferente. Entonces, ¿qué queremos cuando demandamos una reducción de jornada y qué querríamos hacer en esas horas? La manera de enmarcar la propuesta tendrá consecuencias para su eventual éxito como demanda persuasiva y como perspectiva provocadora. Como demanda, debería apelar de un modo amplio, es decir debería ser relevante para algo más que una pequeña minoría de trabajadores y trabajadoras y debería ser potencialmente eficaz como modo de mejorar sus vidas. Además, una demanda feminista de reducción de jornada debería ampliar qué es lo que se reconoce como trabajo e incluir análisis feministas de su valor. Más allá de la afirmación de una propuesta específica de política pública, como hemos visto, exigir demandas también es afirmar una agenda discursiva particular. La utilidad de este enfoque, tratar la reducción de jornada en estos términos, está en que nos permite tener en cuenta que esta demanda podría proporcionarnos un vocabulario y un marco conceptual para nuevas formas de pensar la naturaleza, el valor y el sentido del trabajo en relación con otras prácticas. Con esto en mente, en las páginas siguientes construiré una argumentación de lo que podría conseguir en Estados Unidos un movimiento feminista contemporáneo por la reducción de la jornada y cómo podría concebirse de manera más fructífera. La discusión se organizará en torno a tres casos diferentes de reducción de jornada que se han avanzado recientemente: uno que demanda una reducción de la jornada como medio para asegurar más tiempo para la familia y otros dos que reducen el énfasis, aunque de diferentes maneras, en la familia como el fundamento principal para reducir el trabajo. Para cada uno de estos tres enfoques, un texto representativo servirá para ilustrar algunas de sus ventajas y desventajas.
Menos trabajo y más familia
La razón más común para la reducción de jornada —y por eso es el primer argumento que quisiera abordar— es que quedaría más tiempo para la familia. Este enfoque tiene un poder particular porque el énfasis en la familia resuena cómodamente en las principales prioridades políticas tanto de la izquierda como de la derecha. Después de todo, muchas figuras relevantes de todo el espectro ideológico asumen con frecuencia que la familia es la fuente de la motivación política popular y la base del juicio político. Además, aprovechar este discurso familiar sitúa la demanda de reducción de jornada en los términos de un tema tan fácil de articular como el de la conciliación del trabajo y la familia. Sin embargo, a pesar de estas ventajas, considero que esta es la razón menos convincente para la reducción de trabajo. Como veremos, organizar el discurso crítico sobre el trabajo y la lucha por la reducción de jornada alrededor de la idea de familia esconde muchas trampas. Arlie Russell Hochschild presenta una versión particularmente rica y perspicaz del enfoque centrado en la familia en Las ataduras del tiempo: cuando el trabajo se parece al hogar y el hogar al trabajo (1997). En ese libro, Hochschild intenta confrontar lo que para ella es un enigma importante: ¿por qué en una de las 500 compañías «que ayudan a conciliar con la familia» de la revista Fortune (que ella llama Amerco) hay tan pocas empleadas y empleados que se aprovechen de los diversos programas que ofrecen reducción de jornada para madres y padres, a pesar incluso de que dicen sentirse agotadas por las largas jornadas que dedican al trabajo y al hogar? La respuesta de Hochschild, basada en un estudio de las políticas de la compañía y de entrevistas con sus empleados y empleadas, es que debido a que el trabajo se parece cada vez más al hogar y el hogar cada vez más al trabajo, las personas entrevistadas tienden a preferir pasar más tiempo en el trabajo y menos en casa. La autora afirma que los estadounidenses viven en una cultura que cada vez más devalúa el trabajo no remunerado de la crianza mientras sobrevalora el trabajo remunerado, reforzándose así el relativo atractivo del trabajo respecto a la familia. Estas ataduras al tiempo imponen obviamente mucho estrés y tensiones en madres y padres, pero según ella es particularmente perjudicial para las criaturas. Lo que se necesita, concluye Hochschild, es un movimiento por el tiempo que se centre en la reducción y flexibilización de la jornada laboral para crear más tiempo para estar con la familia. Hochschild escribe con elocuencia y simpatía sobre las luchas de las personas para reconciliar los placeres y demandas del trabajo con la vida fuera del trabajo, y nos muestra de forma inteligente un caso muy oportuno para un movimiento que nos obligue a repensar las asunciones y valores de esta cultura obsesionada con el trabajo. En efecto, Hochschild despliega el conocido discurso de «la conciliación del trabajo y la familia» —que en una de sus versiones dio forma a las políticas de conciliación que investigó en Amerco— para plantear un desafío mucho más sustancial a la presente organización del trabajo que lo que circula en los departamentos de recursos humanos. El problema con esta lógica de reducción de jornada es que, en último término, no puede evitar invocar y reforzar los mismos valores familiares conservadores o neoliberales presentes de manera prominente en los debates públicos y en iniciativas legislativas recientes. Hay una serie de puntos en los que el análisis de Hochschild habilita y permite la entrada de estos discursos familiares normativos. La discusión que sigue se enfocará en cinco elementos que visibilizan que esta autora reproduce una concepción restrictiva y prescriptiva de la familia. Más que ser específicos de esta investigación en particular, diría que estos problemas son comunes y hasta cierto punto inevitables en cualquier análisis que privilegie a la familia como fundamento de la reducción de trabajo. De hecho, una de las razones por las que este texto en particular es tan interesante es que esta contribución más contemporánea, en contraste con los trabajos clásicos del primer feminismo liberal, atiende a la diversidad de las prácticas domésticas y, aún así, en sus últimos análisis no consigue distanciarse del discurso de la familia tradicional. Desde una perspectiva feminista, Hochschild es claramente sensible a los peligros de privilegiar un modelo tradicional de familia pero utiliza los patrones de ese modelo para formular su crítica de la organización del trabajo asalariado. Por ejemplo, es fundamental para su análisis lo que surge en el relato como un estándar del «tiempo dedicado a los hijos», un valor que las madres y los padres trabajadores entrevistados ignoran continuamente. Ante las presiones temporales, Hochschild señala que las madres y padres «robaban» tiempo de estar con sus hijos (1997: 192). Incluso en relación con una pareja que relataba que sus hijos no sufrían falta de tiempo con sus padres, Hochschild mostró su desacuerdo, alegando que «en realidad, se cuidaba a la criaturas como si estuvieran en una elaborada cadena de montaje tipo Rube Goldberg, cambiándose continuamente de un “puesto de trabajo” al otro» (ibídem: 189-190). También rechaza diferentes estimaciones de cuánto tiempo necesitan estar los niños con sus padres: «Al responder a las abrumadoras demandas de tiempo, algunos padres y madres de Amerco decidieron que en realidad todo estaba bien en casa, que las familias simplemente no necesitaban tanto tiempo o atención como se podía imaginar» (ibídem: 221). Afirma que negarse a reconocer «una necesidad como una necesidad» es un modo de «defenderse para evitar tener que reconocer los costes humanos del tiempo perdido en el hogar» (ibídem: 229). Así, deberíamos suponer que los padres y madres se negaban a aceptar las verdaderas necesidades de sus hijos cuando pensaban que por las noches no siempre requerían una cena caliente o que los baños diarios eran innecesarios (ibídem: 228). Esta noción de la cantidad de tiempo que los niños necesitan de sus madres y padres, que se presenta como incontestable y sin su propia historia, opera en el argumento de Hochschild como una posición aparentemente neutral desde la cual criticar los horarios y los valores del trabajo contemporáneo. No obstante, por supuesto, el modelo de crianza intensiva que ella plantea como norma no es natural ni tampoco incontestable —una conclusión de la que podrían dar cuenta muchas de las «negaciones» y rechazos a ese modelo que aparecen en sus entrevistas—. El problema es que el estándar del «tiempo infantil» —qué necesitan, cuándo y de quién— está conectado con, y es posible gracias a, un modelo familiar caracterizado por una mujer no asalariada que está en casa a tiempo completo, un modelo que siempre ha sido exclusivo de algunas familias y que cada vez está menos disponible. Como señala Sharon Hays: «No se puede simplemente extraer separadamente la división generizada del trabajo de este cuadro, ya que el aislamiento y la protección de ese hogar dependían absolutamente de tener una persona totalmente dedicada a su mantenimiento» (1998: 31). Aunque en algunos aspectos pueda parecer neutral e inclusivo para amplias formaciones domésticas, la argumentación de Hochschild privilegia implícitamente ciertas prácticas y formas familiares sobre otras. Además de privilegiar un modelo familiar específico, su análisis tiende también a naturalizar la familia de tal forma que establece su diferencia y su superioridad respecto al trabajo. Por ejemplo, esta naturalización de la institución de la familia surge del contraste con una particular comprensión del mundo del trabajo. En Amerco, los gerentes animaban a los empleados a sentirse parte de «la familia Amerco» y reforzaban los lazos «familiares» entre los compañeros de trabajo. Como lo describe Hochschild, «desde arriba esta cultura fina se transmitía a todas las capas» (1997: 18). En sus entrevistas, «se oía muy poco sobre reuniones festivas de familia extensa, mientras que durante todo el año los empleados acudían en masa a los muchos encuentros rituales patrocinados por la compañía» (ibídem: 44). Estas relaciones en el trabajo, sugiere la autora, son menos sustanciales y menos auténticas porque no son naturales ni voluntarias. Por supuesto, basta recordar la asiduidad con la que el lenguaje de los valores familiares figura en el discurso político o consultar la Ley de Defensa del Matrimonio para reconocer que la institución de la familia tiene sus propios discursos de gestión diseñados para fabricar el consentimiento y ajustar a los individuos a roles preconcebidos. Sin embargo, Hochschild expresa su preocupación por la «sorprendente» cantidad de vida familiar que «se ha convertido en una cuestión de ubicar eficientemente a las personas en espacios de actividad prefabricados» (ibídem: 212), como si eso no fuese precisamente lo que ya era la institución de la familia, como si pensara que la posición, las responsabilidades y el comportamiento que cada uno tiene en la familia hubiese sido alguna vez una cuestión de elección individual puramente singular y orgánica. Mientras que las relaciones de trabajo se fabrican desde arriba, ella sugiere que las relaciones familiares surgen espontáneamente desde abajo; en la medida en que ella caracteriza las relaciones de trabajo como estrechas e inauténticas, podemos suponer que las relaciones familiares son —o deberían ser (aquí hay tensiones)— algo sustancial y elemental. Además, Hochschild recurre en ocasiones a una visión nostálgica de la familia. En su explicación crítica de la relación actual entre trabajo y familia, esta nostalgia se muestra en una apelación al ideal histórico de las esferas separadas, por ejemplo, en sus referencias a cómo aquello que había sido un refugio —en este caso, de trabajo desalienado— ahora está contaminado por el trabajo: la familia está adquiriendo un tono «industrial» y «taylorizado» y los padres y madres han «perdido habilidades»; los niños son arrastrados en una «cinta transportadora de cuidado»; las tareas domésticas están cada vez más «externalizadas» y la televisión y otras mercancías reemplazan el «entretenimiento familiar» (ibídem: 45, 49, 209, 190, 232, 209-210). Las alusiones de Hochschild a la degradación del trabajo artesanal preindustrial y a la novedad del grado de intromisión del trabajo en la familia le sirven para afirmar su tesis de que es tanto deseable como posible volver a separar las dos esferas en tanto valoremos de nuevo el hogar y le dediquemos más tiempo y esfuerzo. Es evidente que esta imagen nostálgica puede ser útil para atraer e inspirar a muchas personas de forma que apoyen la defensa de la familia y desafíen el predominio del trabajo que la amenaza. Pero el intento de cuestionar la sobrevaloración del trabajo asalariado que las ideas tradicionales de trabajo promueven mediante la revalorización del trabajo no asalariado del hogar predispone a Hochschild a una moralización de la familia. En su opinión, lo que necesitamos es una mayor «“inversión emocional” en la vida familiar en una era de desinversión y desregulación familiar» (ibídem: 249). De hecho, la estrategia de Hochschild parece consistir en desafiar el conjunto de los valores tradicionales asociados al trabajo asalariado en los imaginarios individuales y sociales pero a través de la remoralización del trabajo en la familia, exigiendo renovados votos de compromiso con ésta y disputando que es ahí donde deberíamos poner más tiempo y energía. Esta estrategia no solo se arriesga a una especie de santificación del trabajo doméstico que sigue resonando de forma problemática con las asunciones convencionales respecto a la domesticidad natural o socialmente necesaria de las mujeres, sino que el intento de revalorizar el trabajo doméstico y de cuidados no asalariado replica las mismas ideas sobre las virtudes morales del trabajo que pretendía cuestionar. En lugar de desafiar los valores laborales tradicionales que están vinculados al trabajo asalariado, corre el riesgo de simplemente ampliar su alcance. En mi opinión, usar la moralización del trabajo no asalariado para argumentar a favor de la reducción del trabajo asalariado impide un cuestionamiento más amplio y apremiante de los valores dominantes del trabajo. Por último, a pesar del compromiso y el talento de Hochschild para desmitificar la familia, usarla para criticar el trabajo la lleva a idealizarla. Advertir de los daños que las largas jornadas infligen hoy en día en las familias no es incompatible con reconocer problemas fundamentales en la institución familiar que, de hecho, la invalidan como alternativa y como motivo para demandar la reducción del tiempo de trabajo. Me llama la atención que Hochschild no desarrolle en este texto la cuestión de la división de género del trabajo doméstico, a pesar de su excelente trabajo previo sobre el asunto (1989) y de la frecuencia con la que se planteó ese problema en las entrevistas que relata. No es que no preste atención a la distribución del trabajo doméstico y de cuidados sino que, cuando revisa este tema, en vez de describir simplemente la división y los conflictos que genera, presenta el problema como algo más accesorio que esencial en la forma de familia que defiende. Sin embargo, en sus entrevistas, aparece mucho la división por género del trabajo en el hogar practicada e identificada en las mujeres como una fuente de presión e insatisfacción con la vida familiar, lo que sugiere la necesidad de una crítica más directa de la familia. Si buscamos una explicación alternativa, quizás el problema no es que el trabajo sea algo muy bueno, atractivo y satisfactorio para las personas que entrevistó, sino que en la vida familiar se dan problemas muy importantes. En la medida en que estos problemas pueden hacer que la familia no sea una alternativa al trabajo sino algo que igualmente merece ser reformado, prestarles más atención podría haber llevado a romper con la línea argumental centrada en la familia. Estos elementos de su argumento —la tendencia a privilegiar una forma de familia sobre otras, y naturalizar, moralizar, infundir nostalgia e idealizar a la familia— sirven para dar autoridad tanto a la crítica de Hochschild de las actuales prácticas laborales como a la visión de sus alternativas específicas. Pero estos elementos también permiten y perpetúan un modelo normativo de familia, un ideal de vida familiar que es profundamente problemático desde una perspectiva feminista y que se ha utilizado como un estándar desde el cual condenar todo tipo de prácticas relacionales y patrones de hogar. Su análisis también tiende a pasar por alto la división de género del trabajo en la familia tradicional. Por supuesto, ninguna de estas formas de dibujar la familia es inherente al argumento «menos trabajo y más familia»; de hecho, se podría tratar la reducción de trabajo sin evocar un modelo de familia estrecho y prescriptivo, lo que la propia Hochschild hace a menudo. En mi opinión no es que esta versión de la familia sea necesaria para esa perspectiva, sino que se trata de una tentación retórica incorporada en la línea argumental. Tanto para las autoras como para las lectoras, esta es la trampa que establece este argumento cuando en el contexto actual confía de un modo tan central en el tropo de la familia. Por ejemplo, si bien es cierto que «para concluir que nuestra sociedad necesita hacer frente a un problema importante», «no es necesario comparar» la infancia de quienes tienen padres con largas jornadas «con la infancia perfecta de un pasado mitológico» (ibídem: 248), también es fácil verse arrastrado por la tentación. Para algunas personas esta estrategia podría hacer que la demanda de reducción de jornada fuese más inteligible y atractiva, pero lo sería a un alto precio: la fuerza de la demanda se paga esencialmente con el coste de su capacidad como perspectiva feminista crítica. En vez de apropiarnos de este discurso de la familia con fines feministas, hay maneras más prometedoras de definir la demanda de reducir la jornada y de darle forma como perspectiva.
Menos trabajo para «lo que queramos»: descentrar la familia
La solución podría ser sacar a la familia de las razones para la reducción de jornada; el segundo enfoque que quiero tratar lo hace atendiendo a un conjunto más amplio de razones y beneficios. Un ejemplo inspirador se puede encontrar en El manifiesto postrabajo de Stanley Aronowitz et al. (1998). Su reivindicación de una semana de treinta horas con jornadas de seis horas sin reducción de salario es parte de una visión y una agenda más amplia respecto a una sociedad más allá del trabajo que estos autores proponen como respuesta a las actuales condiciones y tendencias económicas en Estados Unidos. Señalan un aumento de las horas de trabajo —ya sea a través de horas extras, de la colonización del trabajo sobre el tiempo de no-trabajo o por necesitar varios trabajos temporales o a tiempo parcial— y argumentan que «es hora de un discurso que imagine alternativas y que de cuenta de la dignidad humana más allá de las condiciones de trabajo. Es hora de demandar y conseguir la semana de treinta horas» (ibídem: 64). La reestructuración económica, el cambio tecnológico y la reorganización del trabajo erosionan cada vez más la seguridad laboral, mientras que, al mismo tiempo, «irónicamente las virtudes del trabajo se glorifican cada vez más insistentemente» (ibídem: 40). Al argumentar que debemos pensar críticamente la ética del trabajo e imaginar otras posibilidades de futuro, los autores intentan esbozar una agenda política más allá del trabajo empujada por una propuesta de «jornadas laborales reducidas, salarios más altos y, lo mejor de todo, nuestra capacidad para controlar mucho más nuestro propio tiempo» (ibídem: 33). Con el declive del trabajo bien remunerado, seguro y a tiempo completo, nos sugieren que lo que en el pasado se consideró un lujo inalcanzable es una necesidad cada vez más económica (ibídem: 64, 69). El movimiento por la reducción de jornada está vinculado en esta formulación con una propuesta social muy diferente de la del enfoque centrado en la familia. En contraste con la mirada de un tiempo de no-trabajo dedicado a la familia, los autores de El manifiesto postrabajo presentan un conjunto de posibilidades mucho más amplio, como tener más tiempo para la familia, la comunidad y la política (ibídem: 70). A continuación, analizaré las ventajas específicas de esta concepción más amplia de los objetivos de la reducción de trabajo. Aquí quiero visibilizar una posibilidad más que los autores presentan: más tiempo para «lo que más nos guste» (ibídem: 76). Al insistir sobre esto, vuelven a poner sobre la mesa un objetivo importante, el tiempo para el ocio, que de hecho algunos académicos han colocado como el objetivo más importante de los movimientos anteriores por la reducción de jornada: (Hunnicutt, 1996: 52). Si recordamos el eslogan del movimiento por las ocho horas —«ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para lo que queramos»— este enfoque reconoce que una parte importante de «lo que queramos» es el disfrute del tiempo libre. En vez de, por ejemplo, apelar principalmente a las normas de responsabilidad familiar, esta formulación propone alentar el movimiento por la reducción de jornada no solo por el deber sino también por la expectativa del placer. A pesar de las muchas ventajas de este enfoque (otras se discutirán después), está limitado en un aspecto: el análisis no atiende adecuadamente al día de trabajo completo. Como resultado, la reducción de jornada para el trabajo asalariado puede llevar a una reducción en el total de horas de trabajo para los hombres, pero no siempre para las mujeres. Si en el periodo del movimiento por las ocho horas, «lo que queramos» para los trabajadores masculinos a menudo no incluía realizar su parte del trabajo reproductivo no asalariado, los estudios sobre la división del trabajo doméstico no nos dan muchas razones para una mayor esperanza en la actualidad. Dada la privatización actual de la reproducción social y su división de género, incluso si disminuyera el tiempo de una mujer asalariada en su empleo, su trabajo en el hogar —tareas domésticas, trabajo de consumo, cuidado infantil y de personas mayores— podría extenderse fácilmente hasta llenar ese tiempo extra. En la medida en que no se impugne la organización actual del trabajo doméstico y los empresarios puedan seguir diferenciando a trabajadores y trabajadoras sobre la base de la responsabilidad que asumen o no en el ámbito reproductivo, es más probable que se nos ofrezca lo que se alega que son soluciones para el problema de las largas jornadas —más trabajo a tiempo parcial, tiempo flexible, horas extra y pluriempleo— a que ganemos jornadas reducidas para todos los trabajadores y trabajadoras. La cuestión es que cualquier contabilización del tiempo de trabajo debe incluir una contabilización del trabajo no asalariado socialmente necesario, y cualquier movimiento por la reducción del tiempo de trabajo debe incluir un desafío a su actual organización y distribución. Si bien los primeros movimientos por la reducción de jornada daban por sentado la división de género del trabajo reproductivo privatizado en el corazón del ideal de la familia moderna, hoy en día un movimiento feminista por la reducción de jornada sin duda debe confrontar y disputar activamente tanto la falta de apoyo social como la división de género de ese trabajo. Esta falta de atención al día completo de trabajo también complica el intento de impugnar no solo los horarios laborales sino también la ética del trabajo. Tal y como ocurría en los enfoques centrados en la familia, el esfuerzo por hacer frente a la moralización del trabajo asalariado quedará constreñido, en el mejor de los casos, y infructuoso, en el peor, si no se consigue extender la crítica de los valores productivistas al trabajo doméstico no asalariado; y esto en la medida en que queda intacta la moralización de este trabajo, la idea de que es a lo que debemos dedicar nuestra vida. En este razonamiento y propuesta de reducción de jornada, «más tiempo para lo que queramos», el ámbito de la familia no se privilegia. Más bien, el problema es que prácticamente se ignora. Esta demanda quedará limitada en la medida en que no dé cuenta adecuadamente de los vínculos mutuamente constituyentes entre trabajo y familia —o más bien, en otros términos, entre la organización actual del trabajo asalariado y el trabajo doméstico no asalariado—. El sistema salarial, los procesos de trabajo, la ética del trabajo y los modos de subjetividad laboral están íntimamente ligados a las formas de parentesco, las prácticas domésticas, la ética familiar y los modos de subjetividades generizadas. Los intentos de desafiar o reformar cualquiera de estos —como los horarios y los valores dominantes del trabajo asalariado— deben tener en cuenta la complejidad de estas tramas. No solo los salarios —estoy pensando aquí en el «salario femenino» y el «salario familiar»— sino también las jornadas se construyeron históricamente haciendo referencia a la familia. Es decir, cuando poco después de la Segunda Guerra Mundial la jornada de ocho horas y la semana de cinco días se convirtieron en el estándar del trabajo a tiempo completo, se presumía que el trabajador —que típicamente se imaginaba como un hombre— tenía el apoyo de una mujer en el hogar (aunque este fue, por supuesto, un arreglo predominantemente de clase media blanca, no es necesariamente que sea cierto para toda la sociedad a la hora de funcionar eficazmente como norma social y herramienta política). Si en vez de ello el trabajador masculino se hubiese considerado responsable del trabajo doméstico no asalariado, hubiera sido difícil imaginar como viable que trabajara un mínimo de ocho horas al día. Como ha argumentado Juliet Schor (1997: 49-50), este sistema de jornada nunca podría haber evolucionado sin la división del trabajo por género y las altas tasas de tiempo completo en el hogar que las mujeres tenían en ese momento de la historia. A su vez, esta división del trabajo basada en el género como ideal normativo fue respaldada en algunos casos por el trabajo doméstico asalariado, que a su vez estuvo marcado no solo por el género sino también por las divisiones raciales (por ejemplo, véase Glenn, 1999: 17-18). Estas divisiones por género y raza fueron también las que permitieron al movimiento obrero de la posguerra enfocarse en las cuestiones de las horas extra y los salarios más que en la reducción del tiempo de trabajo. Incluso hoy en día, los presupuestos sobre la forma de la familia y la división de género del trabajo reproductivo continúan determinando y haciendo posibles los nuevos tipos y horarios de trabajo. Así, por ejemplo, algunos estudios sugieren que cuando la fuerza de trabajo está compuesta principalmente por mujeres, es más probable que los empresarios utilicen a trabajadoras a tiempo parcial para mantener la flexibilidad; de hecho, ciertos empleos están estructurados para que sean a tiempo parcial en tanto generalmente los ocupan mujeres (Beechey y Perkins, 1987: 145). Así, el trabajo a tiempo parcial de las mujeres —que a menudo cuenta con bajos salarios, pocas o ninguna prestación y pocas oportunidades de promocionar— sigue justificándose en referencia a la posición asumida por las mujeres como salario secundario y trabajadoras reproductivas no asalariadas. Por el contrario, los hombres son más propensos a proporcionar flexibilidad al trabajar horas extras (Fagan, 1996: 101; Williams, 2000: 2). Tanto la jornada a tiempo completo como las horas extraordinarias solo pueden entenderse en la medida en que todavía se dé por hecho que otra persona asumirá la responsabilidad principal del trabajo doméstico. Lo que quiero destacar es que el tiempo de trabajo —incluido la jornada completa, la jornada parcial y las horas extra— es un constructo generizado, establecido y sostenido por un ideal familiar heteronormativo centrado en una división tradicional del trabajo por género. Los intentos de desafiar la legitimidad de la jornada de ocho horas deberían hacer visibles y cuestionar estos aspectos de la organización de la reproducción social en la que se basan los horarios de trabajo. Del mismo modo, cualquier intento de desafiar las formulaciones contemporáneas de la ética del trabajo también debería apuntar a aquellos aspectos del discurso de la familia que ayudan a sostenerla. Por ejemplo, podemos detectar cierto ascetismo en la base tanto de la ética del trabajo como del ideal familiar que los refuerza mutuamente. Uno de los elementos más persistentes de la ética del trabajo a lo largo de la historia de Estados Unidos es la valorización del autocontrol frente a las tentaciones y a lo que Daniel Rodgers caracteriza como una fe en los «efectos higienizantes del trabajo constante» (1978: 123, 12). Este mismo ascetismo productivista, que fue diseñado para fomentar la disciplina en el trabajo y el ahorro, también ha servido para animar el ideal de la monogamia conyugal heterosexual. Por ejemplo, en el siglo xix la familia blanca de clase media se idealizó como una forma que podía redirigir los apetitos y deseos sexuales hacia fines productivos (por ejemplo, véase D'Emilio y Freedman, 1988: 57). Podemos ver cómo esto se materializó en los esfuerzos de los reformadores sociales de principios del siglo xx por imponer tanto la disciplina del trabajo burgués como las formas de la familia burguesa en los hogares de inmigrantes (Lehr, 1999: 57; Gordon, 1992). De hecho, la alianza entre la ética del trabajo y este ideal familiar es más visible en la historia de las políticas sociales de Estados Unidos que en ninguna otra parte. Según el relato histórico de Mimi Abramovitz, las políticas del Estado de bienestar han sido conformadas por dos compromisos fundamentales: la ética del trabajo y lo que ella llama la ética de la familia —un conjunto de normas que prescriben formas y roles familiares apropiados que «articulan y racionalizan los términos de la división de género del trabajo» (1988: 1-2, 37)—. Tal vez una de las destilaciones más claras de estos dos sistemas de normas se puede encontrar en la reforma de la política social de 1996 para promover la ética del trabajo y el matrimonio heterosexual —por ejemplo, por medio de los requisitos laborales y el reforzamiento de la responsabilidad paterna—. Por sorprendente que resulte, el trabajo asalariado y el matrimonio son los dos caminos reconocidos socialmente y aprobados políticamente para pasar de lo que se ha llamado «dependencia social» a lo que es definido como «responsabilidad personal» por la Ley de Responsabilidad Personal y Reconciliación con las Oportunidades Laborales. Los medios de comunicación y los debates sobre políticas sociales, anclados en estrechos modelos de trabajo y familia, con frecuencia se centran en la madre soltera pobre —a menudo entendida como racializada— cuyo fracaso asignan a su incapacidad de adaptación al modelo familiar dominante y a los valores hegemónicos del trabajo. La asociación entre la ética del trabajo y la ética familiar se sostiene a través de formas culturales muy variadas. Se puede ver cómo opera esta interconexión detrás de la interesante coincidencia de etiquetas que marcan la versión masculina y femenina de tramp. La figura del tramp masculino [vagabundo], visto como una amenaza para el orden social y los valores, se representó prominentemente en el discurso público de fines del siglo xix hasta principios del siglo xx, cuando la palabra comenzó a designar un juicio moral negativo sobre los modos de sexualidad femenina (Rodgers, 1978: 226-227; J. Mills, 1989: 239). Lo que me interesa aquí es cómo tramp funciona como una figura rechazada tanto en el trabajo como en el discurso familiar, como una «imagen de control» que marca en términos comparables la frontera entre lo normativo y lo abyecto. Contrariamente a los principios centrales de la ética de trabajo y la ética familiar, tramp es una figura de autoindulgencia e indisciplina. Tanto los tramp masculinos como las tramp femeninas son nómadas que se niegan a ser alojados de forma segura en los espacios dominantes institucionales del trabajo y la familia (véase Broder, 2002). Ambos son promiscuos en su falta de voluntad para comprometerse con un patriarca estable, como lo demuestra su falta de lealtad hacia un empleador o hacia un esposo real o potencial. El/la tramp se sitúa así frente a los modelos legibles de la masculinidad productiva y la feminidad reproductiva. Dado que la acumulación de propiedades se entendía como uno de los beneficios centrales de una vida disciplinada por el trabajo asalariado y el respeto a la propiedad era una piedra angular de la santidad del matrimonio, los tramp tanto masculinos como femeninos violaban una serie de valores sociales fundamentales. Cada una es una figura potencialmente peligrosa que —a menos que sea construida exitosamente como otredad— podría cuestionar los beneficios supuestamente indiscutibles del trabajo o de la familia así como plantar cara a la supuesta naturalidad a la que apelan (véase Higbie, 1997: 572, 562). Así como los tramp masculinos —esos «villanos en un tiempo de esforzados trabajadores y ahorradores»— amenazaban con inspirar a los trabajadores leales —que por lo demás se mostraban complacientes con su «desvergonzada rebelión contra todo trabajo»—, la figura de la tramp femenina amenazaba los ideales de corrección sexual y los roles de las mujeres en el corazón del modelo de familia burguesa (Rodgers, 1978: 227). Aunque el lenguaje del tramp ya no se usa tanto, las ofensas básicas que esta etiqueta señaló continúan registrándose y regulándose por medio de imágenes de control más contemporáneas. La figura racial de la «reina de las prestaciones» [welfare queen], en la que se destilan las supuestas violaciones tanto de la ética del trabajo como de la forma normativa de familia, es una de sus reiteraciones más injuriosas. Mi argumento es que la ética del trabajo y la ética de la familia permanecen juntas por una miríada de hilos históricos, económicos, políticos y culturales. Esto hace que se quede muy corta de miras cualquier propuesta que cuestione los horarios del trabajo asalariado sin abordar la organización y distribución del trabajo no asalariado, y convierte en problemático cualquier intento de degradar los valores laborales existentes mientras se promueve o no se cuestiona la ética de la familia. ¿Cuáles podrían ser los términos de un movimiento por el tiempo que no quede subsumido en el discurso de los valores familiares ni sirva para acrecentar el poder de los valores laborales tradicionales y que —al tener en cuenta el conjunto de nuestras horas de trabajo, tanto asalariadas como no asalariadas— pudiera además ser un movimiento feminista?
Más allá de la ética del trabajo y los valores de la familia
Un movimiento contemporáneo por el tiempo debe sin duda enfocarse en la conexión entre el trabajo asalariado y la vida doméstica; el desafío a las largas jornadas también debe acompañarse de un desafío a la ideología contemporánea de la familia. Recordando la perspectiva del salario para el trabajo doméstico del capítulo anterior, si como Selma James argumenta, el trabajo y la familia son parte integral de la valorización capitalista, entonces «la lucha contra uno es interdependiente de la lucha contra el otro» (Dalla Costa y James, 1973: 12). Un tercer texto, Los valores de la familia queer: desenmascar el mito de la familia nuclear de Valerie Lehr (1999), reconoce la relevancia del hogar para el tema de las horas de trabajo pero trata de evitar el discurso normativo respecto a la familia. Lehr termina su análisis crítico y su agenda de propuestas para la política familiar gay y lesbiana de Estados Unidos con una discusión muy breve sobre la demanda de reducción de jornada. Aunque a primera vista esto parezca una conclusión bastante extraña para un libro sobre la familia que al menos inicialmente se centra en examinar la lucha por el matrimonio homosexual, en realidad es el resultado lógico de los esfuerzos de la autora por situar la evolución de los discursos familiares en el contexto de algunas de las exigencias cambiantes de la producción y la acumulación capitalista. Lehr (1999: 171–172) argumenta que, en lugar de seguir permitiendo que el capital y el Estado definan y constituyan qué se reconoce como una familia aceptable, deberíamos buscar estrategias que den a la gente más libertad para determinar sus relaciones íntimas y sociales. La reducción de la semana laboral aparece como una vía importante a la hora de proveer la base material para ampliar esa libertad. Lehr plantea dos enfoques básicos para asegurar los recursos que nos permitan decidir: o bien ampliar las prestaciones estatales y, con ello, el potencial del Estado de moldear y controlar nuestras vidas, o bien — como ella prefiere — intentar formular demandas que tengan el potencial de permitir una mayor autonomía de las estructuras e instituciones, incluido el Estado, que ahora se presupone que deben dictar tantas de nuestras decisiones (ibídem: 172). Como ejemplo de este último enfoque, la reducción de jornada «no pretende traer el Estado a la vida de las personas sino usar el poder estatal para capacitar a la ciudadanía para que tenga los recursos necesiarios para tomar decisiones reales» (ibídem: 13). Tanto El manifesto postrabajo como Los valores de la familia queer proponen demandar la reducción de jornada no en nombre de la familia sino en nombre de la libertad y la autonomía. Aquí no me refiero a la noción solipsista de libertad como soberanía individual sino a una concepción diferente que puede describirse mejor como la capacidad de actuar en nombre propio y reinventar nuestras relaciones con otros, como la libertad de trazar (dentro de los límites obvios) nuestras propias vidas. Esta explicación no vincula la libertad con el voluntarismo puro o con la ausencia de dependencia de otros, sino con la posibilidad de desligarse o separarse en cierta medida del control capitalista, de las normas impuestas de género y sexualidad y de los estándares tradicionales de la forma y roles de la familia. Así, no se trata solo de asegurar la libertad individual de elección, sino — como pudiera ser en la tradición marxista autónoma — de construir algún espacio para la autonomía colectiva que pudiese alterar algunos de los términos de tales elecciones. De esta manera, la reducción de jornada puede verse como un medio de asegurar el tiempo y el espacio para forjar alternativas a los actuales ideales y condiciones del trabajo y la vida familiar. Esta concepción del valor de la reducción de jornada también es un elemento importante en El manifesto postrabajo. Sus autores se refieren a las esperanzas de una «vida autogestionada» y a un tiempo separado de «las imposiciones de la autoridad externa» con la pregunta de cómo sería «finalmente tener tiempo para imaginar alternativas al presente y la posibilidad de un futuro mejor» (Aronowitz et al., 1998: 76). Al igual que Lehr, nos ofrecen una concepción de potenciales alternativas más extensa que la que encontramos en los enfoques centrados en la familia, por ejemplo, al destacar la importancia de tener tiempo para la ciudadanía y la posibilidad de una mayor politización. De hecho, más allá de mejorar el nivel de vida, estos autores tienen la esperanza de que un tiempo de no-trabajo adicional posibilite niveles más altos de participación política y nuevas formas de proyectos colectivos (ibídem: 74; véase también Lehr, 1999: 174–175). Lehr también entiende el tiempo de no-trabajo como un tiempo potencial para relacionarse, para recrear y reinventar relaciones de socialidad, cuidado e intimidad. Desde esta perspectiva, el objetivo no es liberar a la familia de las intrusiones del trabajo. La institución de la familia debería reconocerse como parte integral de la economía política en su sentido amplio, no como un refugio separado; el discurso normativo de la familia está íntimamente vinculado e implicado en los valores del trabajo. El objetivo más bien es reivindicar el tiempo para reinventar nuestras vidas, reimaginar y redefinir los espacios, prácticas y relaciones del tiempo de no-trabajo. Así, esta demanda también podría imaginarse en relación con las posibilidades de lo que Judith Halberstam denomina el «tiempo queer»: temporalidades que, entre otras cosas, tratan de «la potencialidad de una vida que salga del guión de las convenciones de la familia, la herencia y la crianza» (2005: 2). De esta manera, el movimiento contra el trabajo podría vincularse con una política transfigurativa, no simplemente como una oportunidad para avanzar demandas preexistentes sino también como un proceso de creación de nuevas subjetividades con nuevas capacidades y deseos y, con el tiempo, nuevas demandas. Volviendo una vez más a ese famoso eslogan del movimiento por las ocho horas, «ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para lo que queramos» [eight hours labor, eight hours rest, eight hours for what we will], quizás ahora podemos ver más claramente una interesante ambigüedad en la enunciación de la demanda. ¿El tiempo «para lo que queramos» se refiere a tiempo para lo que queramos hacer o a tiempo para lo que queramos ser? [time for we will want or time for what we will be]. En otras palabras, ¿se trata más de conseguir lo que ya deseamos o de ejercitar nuestro deseo? ¿Es una cuestión de poder elegir entre los placeres y prácticas disponibles o de poder constituir unos nuevos? Pienso que ambos son objetivos cruciales que la reducción de jornada debe articular y hacer avanzar: más tiempo para participar de las existentes posibilidades de sentido y realización, y más tiempo para inventar otras nuevas. Así, no solo se trata de tener más tiempo para el ocio, tal y como el término se concibe tradicionalmente. En vez de ello, podría articularse como un tiempo para explorar y expandir lo que Rosemary Hennessy describe como «la capacidad humana de sensibilidad y afecto» (2000: 217) que ha estado acorralada y reificada por las lógicas de producción de mercancías, cultura de consumo y formación de identidades del capitalismo tardío. Al contrario que en las críticas a la sociedad de consumo que temen que la reducción de jornada solo sirva para tener más tiempo para un consumo sin sentido asegurando así una mayor profundización del fetichismo de la mercancía, hay motivos para esperar que si se diera más tiempo, las personas encontrarían vías de ser creativas — incluso aunque esas vías no necesariamente se ajusten a la noción tradicional de actividad productiva — . Más que un simple estado de pasividad, es importante reconocer la potencial productividad social del no-trabajo. Según esta medida, el problema planteado por una expansión del tiempo de no-trabajo, como señala E. P. Thompson, no es «“¿cómo las personas van a ser capaces de consumir todas estas unidades adicionales de tiempo de ocio?” sino “¿cuál será la capacidad de experiencia de las personas que tengan este tiempo libre para vivir?”». Quizás si nos relajáramos de lo que Thompson llama la valoración puritana de tiempo, podríamos «volver a aprender algunas de las artes de vivir» (1991: 401), tal y como especuló. Una vez más, una de las cosas que debería ayudarnos a pensar esta concepción de la demanda de reducción de jornada es el valor del tiempo de notrabajo como un recurso para proyectos sociales, culturales y políticos de transvaloración. Pero quizás, en vez de subrayar la productividad social del no-trabajo — permaneciendo así dentro de los términos de la propia lógica del productivismo — debemos reflexionar un momento por qué la perspectiva del tiempo improductivo es tan perturbadora, por qué, como observa Aronowitz, «el tiempo libre puede causarnos terror» (1985: 39). Muchas objeciones a la demanda de renta básica no se centran en su coste sino en su ética y la posibilidad de reducción de jornada suscita preocupaciones similares — en este caso, al amenazar el modelo de subjetividad productiva y la prohibición de la ociosidad que sigue siendo central para su desarrollo — . De hecho, la posibilidad de tener más tiempo para el consumo parece menos subversiva que la perspectiva del tiempo ocioso, no solo por lo que podríamos hacer con más tiempo de no-trabajo sino por lo que podríamos llegar a ser. La ética productivista asume que la productividad es lo que nos define y nos refina, de modo que cuando las capacidades humanas para el diálogo, el intelecto, el pensamiento y el hacer no se dirigen a fines productivos, estas se tachan de meras charlas de perezosos, curiosidad de vagos, pensamientos de holgazanes y estar de brazos cruzados como los zánganos: la ausencia de instrumentalidad aparece como la vergonzosa corrupción de estas cualidades humanas. Incluso los placeres parecen menos dignos cuando se los juzga como placeres de vagos. Y lo que en el caso de un individuo puede causar cierta angustia ética, cuando se compone como indisciplina generalizada puede convertirse en una amenaza al orden social. Este miedo al tiempo libre manifestado como vagancia o indisciplina no debe subestimarse. Si no se propone otra cosa, ese miedo puede refrendar las formas en las que el mandato de trabajar ha moldeado lo individual y lo colectivo y que siga así atrapado en lo que Rodgers (1978: 241) describe como el «inmenso poder nervioso» del contraste entre trabajo y vagancia. Más allá de crear tiempo para que las personas cumplan sus deberes con la familia tal y como esta se concibe actualmente, un movimiento feminista por el tiempo también debería ser capaz de imaginar y explorar alternativas a los ideales dominantes de la forma, función y división del trabajo familiar. La reducción de la jornada no debería hablar solo en nombre de las responsabilidades ya existentes sino también provocar la imaginación y la búsqueda de otras nuevas. El punto es enmarcar la demanda no en términos de una implacable elección entre trabajo o familia sino concebirla también como un movimiento de expansión de la gama de posibilidades para asegurar así los tiempos y espacios en los que imaginar y practicar las relaciones personales y configuraciones domésticas que podríamos desear. Así, la reducción de jornada podría consistir en tener tiempo para el trabajo doméstico, el trabajo de consumo y el trabajo de cuidados; tiempo para el descanso y el ocio; tiempo para construir y disfrutar de una multitud de relaciones de intimidad y socialidad inter e intrageneracionales; y tiempo para el placer, la política y la creación de nuevas formas de vida y nuevos modos de subjetividad. Podría imaginarse en estos términos como un movimiento por el tiempo para imaginar, experimentar y participar en los tipos de prácticas y relaciones — privadas y públicas, íntimas y sociales — que «queramos».
Hacia un movimiento feminista por el tiempo
Como dije al empezar este capítulo, la reducción de jornada debe evaluarse como una demanda, pero también como perspectiva y como provocación, una oportunidad para pensar de manera diferente y un llamamiento a actuar colectivamente. Entonces, la tarea es cómo articular la demanda — su contenido y su racionalidad — para asegurar que la reforma pueda avanzar efectivamente y, al mismo tiempo, sirva como ocasión para abrir nuevas preguntas y provocar una deliberación rica respecto a las posibilidades y límites de la actual organización y ética del trabajo. Es importante subrayar el valor potencial de las perspectivas críticas que esta demanda podría generar en el momento presente. En el mejor de los casos, la reducción de jornada podría abrir un debate público sobre el estatus del trabajo en el presente y en el futuro, y proporcionar una vía para desarrollar un discurso crítico sobre los valores del trabajo. La permanente autoridad que la ética del trabajo tiene en nuestra cultura es inquietante y desconcertante a la vez: «Simplemente, ¿cuál es el motivo del silenciamiento público y privado de las discusiones sobre la ética del trabajo? ¿Cuál es el “secreto” de su fuerza como un “hecho” social — que el trabajo remunerado sea una condición de la naturaleza humana y que “debamos trabajar hasta no poder más”?» (Aronowitz et al., 1998: 72). Nuevamente, el punto no es negar la necesidad presente de trabajar ni desechar sus muchas utilidades y gratificaciones potenciales sino más bien crear algunos espacios para someter a un mayor escrutinio crítico sus ideales y realidades actuales. Una perspectiva feminista sobre la reducción del tiempo de trabajo en Estados Unidos podría permitir un cambio en ciertas maneras de pensar el trabajo al desnaturalizar tanto la jornada de ocho horas — el estándar aparentemente obvio e incuestionable del trabajo a tiempo completo — como la privatización y generización del trabajo reproductivo que está aún más naturalizada. Esto nos debe brindar la oportunidad de abrir preguntas sobre aquellos aspectos de la vida que con demasiada frecuencia se aceptan como inalterables. Por supuesto, en una discusión pública de este tipo sobre los valores y rutinas del trabajo, sus términos tendrían que hacerse más complejos. Si bien el término «trabajo» logra registrar las dimensiones sociales de ciertas prácticas haciéndolo así susceptible de debate político, lo que se reconoce como trabajo tendría que revisarse continuamente, particularmente con respecto a los cuidados no asalariados como la crianza. Quizás necesitemos un nuevo vocabulario para que demos mejor cuenta de la gama de prácticas y experiencias productivas o creativas de las personas, y para ser capaces de confrontar de manera más efectiva las estructuras y discursos que las organizan. Como mínimo, tenemos que complejizar la categoría de no-trabajo. Permítanme concluir con algunas observaciones respecto a cómo concebir de un mejor modo un movimiento feminista por la reducción de jornada y qué es lo que podría lograr. Es importante enfatizar que el objetivo es la reducción en lugar de una mera reordenación del tiempo de trabajo remunerado. Si bien el problema de la conciliación del trabajo y la familia es bien conocido, la solución que plantean los empresarios, su estrategia más común, a saber, los horarios flexibles, no reduce las horas de trabajo ni desafía el supuesto de que la reproducción social deba ser una responsabilidad privada y, en gran parte, femenina (Christopherson, 1991: 182–183). La jornada de seis horas es crucial; sin embargo, solo puede ser el inicio o una parte de esta lucha. Una demanda feminista de reducción de trabajo debería atender al conjunto del día de trabajo, por ejemplo, insistiendo en que las estimaciones del tiempo de trabajo doméstico socialmente necesario se incluyan tanto en los cálculos del tiempo de trabajo como en las propuestas para su reducción (Luxton, 1987: 176). La demanda debe conectar este análisis crítico del trabajo asalariado con el cuestionamiento de la organización del trabajo reproductivo asalariado y no asalariado. En términos del trabajo doméstico asalariado, esto requiere desafiar sus divisiones de género y raza y el bajo valor que se asigna a ese trabajo. En el frente no asalariado, esto podría significar demandar la reducción de ese tiempo de trabajo, esforzarse por hacer visible y cuestionar su división de género, así como la de la falta de servicios adecuadamente financiados con fondos públicos que apoyen a ese trabajo socialmente necesario. Hasta este punto, las feministas han tenido un éxito relativamente bajo en desgenerizar y socializar la responsabilidad de la reproducción social. Pero crear el tiempo para que más mujeres y hombres rehagan sus vidas implica demandar servicios de buena calidad tales como guarderías, educación y cuidado de personas mayores… asequibles y ajustados a los niveles de renta de padres y madres no asalariadas o infrarremuneradas. Reducir el tiempo de trabajo tiene innumerables beneficios posibles. Por ejemplo, históricamente, un objetivo importante para el movimiento por la reducción de jornada — y que ciertamente sigue siendo relevante hoy en día — fue reducir el desempleo al extender la cantidad de puestos de trabajo necesarios para cubrir turnos más cortos. Además, una semana laboral reducida podría reducir el empleo precario al elevar el empleo tiempo parcial al estatus de tiempo completo. Además de los horarios flexibles, otra supuesta solución es el trabajo a tiempo parcial, pero la mayoría de trabajadores y trabajadoras no se lo pueden permitir. La clave para esta propuesta de reducción de jornada es que no conlleve una reducción del ingreso. Así, sería pertinente no solo para los trabajadores más privilegiados sino también para todos los niveles salariales. Una tercera supuesta solución al problema del tiempo es contratar trabajadoras domésticas, pero tampoco es una opción para la mayoría de la gente. Volviendo por un momento a los epígrafes del comienzo de este capítulo, debe señalarse que las soluciones a las ataduras del tiempo tanto de Betty Friedan como de Morticia Addams implicaban la vieja práctica de que algunas mujeres contraten a otras mujeres en el servicio doméstico (Friedan recomendaba que las mujeres contrataran a cuidadoras y Morticia contrató a una niñera) como modo de producir tiempo para realizar otros proyectos. Al igual que en las otras dos estrategias del horario flexible y el tiempo parcial, la contratación de trabajadoras domésticas constituye una solución parcial a un problema general, una estrategia privada para privilegiados que enfrentan así lo que es y seguirá siendo un problema colectivo. Debido a que eluden enfrentarse con la existente organización de la producción y la reproducción, tales soluciones individuales solo perpetúan un problema mayor. En contraste, la demanda de reducción de jornada — particularmente cuando se vincula con las luchas por el reconocimiento y la reestructuración de la organización social del trabajo doméstico — podría atraer a un cuerpo social más amplio y posibilitar la formación de nuevas alianzas políticas que atraviesen la raza, la clase y el género. De hecho, la política de tiempo en general y la reducción de jornada en particular parecen pertinentes también para la política feminista respecto al trabajo doméstico asalariado. Las feministas reconocen que contratar más servicios no es la única solución a las largas jornadas tal y como asumen a menudo los medios de comunicación populares. Los títulos de algunos artículos recientes de revistas feministas como «¿Está mal pagar por el trabajo doméstico?» (Meagher, 2002) o «¿Las madres trabajadoras oprimen a otras mujeres?» (Bowman y Cole, 2009) nos señalan algunos de los problemas que esta opción plantea para algunas feministas, incluso aunque estas autoras particulares respondan a estas preguntas con un razonado «no». Aunque las discusiones sobre estas preguntas producen posiciones muy variadas, existe un amplio consenso entre las feministas involucradas en estos debates de que es importante mejorar las condiciones del empleo doméstico, que este trabajo merece más respeto y que debería ser mejor compensado, que es necesario que se cumplan y se fortalezcan las regulaciones del empleo de hogar así como apoyar las iniciativas organizadas por las trabajadoras. Sin embargo, la cuestión de la jornada rara vez se plantea; el debate tiende a centrarse en si hay razones feministas para aceptar o rechazar la mercantilización del trabajo doméstico más que en las luchas que podrían emerger de estas largas jornadas de trabajo. Aunque esta lucha por mejor trabajo es de vital importancia, quisiera proponer que también lo es la demanda de menos trabajo. Reducir el tiempo de trabajo siempre ha sido un problema en torno al cual diferentes grupos han encontrado una causa común. Como observan David Roediger y Philip Foner en su historia del trabajo y la jornada laboral en Estados Unidos, «la reducción de jornada se convirtió en una demanda explosiva en parte debido a su capacidad única de agrupar a trabajadores de todo tipo de condiciones manuales, de raza, sexo, cualificación, edad y etnicidad» (1989: vii). Hoy en día tendría también el potencial de juntar en una coalición amplia a feministas, activistas gays y lesbianas, defensores de derechos sociales, organizaciones sindicales y de campañas por la justicia económica. Hochschild (1997: 258) afirma que centrarse en extender el tiempo para la familia para satisfacer las necesidades infantiles podría servir como una causa que organizase a una coalición amplia de activistas por el tiempo; como ella sugiere, ciertamente podemos estar de acuerdo en la importancia que esto tiene. Pero tal demanda puede deslizarse fácilmente y reforzar las normas y estereotipos tradicionales respecto a la naturaleza de la vida familiar que todavía dominan las discusiones y representaciones de la intimidad y la socialidad. Me preocupa que al aprovechar esta reserva discursiva y estos pozos de sentido social para potenciar la reducción de jornada, se corra el riesgo de poner en peligro la capacidad de la demanda de servir como perspectiva y como provocación. Por consiguiente, más que luchar por una reducción de jornada en nombre de la familia, creo que una demanda más convincente e interpeladora y una perspectiva, así como una provocación más ricas y creadoras, podrían tomar forma en torno a los objetivos de libertad y autonomía. Concebido en estos términos, el tiempo es un recurso para usar como deseemos. La demanda sería tener más tiempo no solo para habitar los espacios donde ahora encontramos una vida fuera del trabajo asalariado, sino también para crear espacios en los que constituir nuevas subjetividades, otra ética del trabajo y del no-trabajo y nuevas prácticas de cuidado y socialidad. Al enmarcar la reducción de jornada en los términos de este conjunto de objetivos más abierto y expansivo, al demandar más tiempo para «lo que queramos» — y resistir el impulso de dictar lo que es eso o lo que debería ser — podemos crear una coalición más transformadora y sostener un discurso más democrático.
Notas
[I] Para una excepción interesante, véase la historia de Hunnicutt (1996) de la jornada de seis horas de Kellogg’s, que inicialmente se introdujo en los años treinta y se mantuvo hasta mediados de los años ochenta. La historia de género del caso Kellogg’s es interesante tanto porque las mujeres fueron las más firmes defensoras de las seis horas como porque esta feminización jugó un papel en la devaluación y derrota final de la reducción de la jornada.
[II] Hochschild reconoce también otras posibles razones, como la necesidad o el deseo de dinero, la presión sobre los trabajadores y trabajadoras para que demuestren su compromiso a través de la cantidad de horas que trabajan y, en última instancia, el miedo a perder sus empleos. Pero al argumentar que «todas estas fuentes de inhibición no daban cuenta completamente de la falta de resistencia de los padres y madres trabajadoras de Amerco frente a la invasión del tiempo de trabajo en su vida familiar», la autora enfatiza en cambio su propia explicación (1997: 197–198).
[III] Cabe señalar que Hochschild defiende tanto la jornada reducida (aunque ella no toma la perspectiva de un movimiento por las seis horas per se) como varias formas de horario flexible.
[IV] Véase en Luxton (1987: 176–177) un argumento similar sobre la importancia de vincular el activismo sobre el tiempo de trabajo con las preguntas sobre la división de género del trabajo doméstico.
[V] Para un análisis crítico de la generización y racialización de las políticas sociales, véase Mink (1998).
[VI] El término tramp tiene dos sentidos en inglés, referido a figuras masculinas significa «vagabundo» y referido a figuras femeninas, «prostituta». [N. de T.].
[VII] Tomo el término «imagen de control» de Patricia Hill Collins (1991).
[VIII] Broder (2002) también discute esta conexión.
[IX] Aquí me baso, en parte, en la discusión sobre la libertad de Drucilla Cornell (1998).
[X] De hecho, muchas de las respuestas negativas a las demandas que apuntan más allá del trabajo, como la reducción de jornada, son en sí mismas interesantes.
Lynn Chancer (1998: 81–82), por ejemplo, sostiene que la incredulidad que la renta básica provoca con tanta frecuencia es peculiar en sí misma y digna de investigación. David Macarov (1980: 206–208) describe las reacciones típicas a sus propias dudas sobre las ventajas de vincular las prestaciones sociales al trabajo, y la necesidad y la deseabilidad del trabajo como una mezcla de descreimiento, diversión, mofa e ira — una serie de respuestas que para él subrayan el poder de los valores laborales tradicionales — .
[XI] Además de enmendar la Ley de Normas del Trabajo Justo para reducir la semana laboral estándar a, en este caso, treinta y cinco horas (por encima de las cuales se exigiría el pago de horas extras), Jerry Jacobs y Kathleen Gerson proponen dos reformas adicionales que también podrían ayudar a garantizar que la reducción del tiempo de trabajo aborde las necesidades tanto de quienes tienen exceso de trabajo como del subempleo. En primer lugar, exigir a los empresarios que provean prestaciones proporcionales a las horas trabajadas a cualquier trabajador o trabajadora no solo ampliaría el grupo de quienes tienen derecho a prestación, también eliminaría el incentivo de los empresarios a subemplear una parte de la fuerza de trabajo para que no acceda a ese derecho y de ese modo se extienda la jornada de quienes sí tienen derecho a prestación. En segundo lugar, la eliminación de la llamada exención de cuello blanco extendería la protección de la Ley de Normas del Trabajo Justo a aproximadamente más del 25 por ciento de la fuerza de trabajo empleada en aquellas posiciones ejecutivas, administrativas y profesionales que ahora están exentas de sus prestaciones salariales y horarias (Jacobs y Gerson, 2004: 183–85; véase también Linder, 2004: 6). Véase también Schultz y Hoffman (2006) sobre estas y otras estrategias — como los incentivos económicos, las soluciones negociadas y las iniciativas privadas de la industria — mediante las cuales el tiempo de trabajo en Estados Unidos podría reducirse.
[XII] Sobre este punto, véase también Christopherson (1991: 182–84).
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